El argentino es un italiano que habla español, piensa en francés y querría ser inglés». La frase de Borges ilustra con la mejor ironía porteña el eterno problema identitario de los argentinos. Moradores de algo así como una isla europea en medio de América, pareciera que la partida de nacimiento les incluye un inefable sentimiento de extranjería en su propia tierra. Realidad que la vuelta a la actualidad de uno de sus grandes escritores, Julio Cortázar, pone de manifiesto de la manera más vívida. El 25 aniversario de su muerte invita a indagar en la peripecia de una huida. Paradójico como todo Cortázar, el drama circular muestra hasta qué punto su talento surgía de sus orígenes en una ciudad, que hoy perdona su huida y le rinde homenaje.
Las instituciones de Buenos Aires evocan desde el 12 de febrero su figura con seminarios, conferencias, películas, teatro, lecturas, exposiciones... Pero el mejor homenaje brota espontáneo de las veredas (aceras) bonaerenses, tan eternamente rotas y ajadas como cargadas de magia. La biografía de Cortázar servirá como hoja de ruta, aunque el trayecto demanda esa flexibilidad lúdica, de juego infantil, de la que brota «Rayuela», la novela que mejor transmitió la seria despreocupación cortazariana de la vida hecha literatura.
Nos saltamos, por ejemplo, la azarosa primera infancia: debido al trabajo de su padre, nació en 1914 en Bélgica y vivió en Suiza y Barcelona hasta los cuatro años. El desembarco en Argentina nos da el arranque. El pequeño Julio se cría en Banfield, ciudad dormitorio de la clase media acomodada, tranquilo y verde aunque hoy un tanto deteriorado. Él no lo disfrutó: en un hogar desgraciado por el abandono del padre, los libros fueron su tabla de salvación. Aunque el niño comenzaba a intuir la vida, palpitante, ansiosa por mezclarse en la pócima de la literatura, en sus visitas a la capital, donde le esperaba la Boca, tan italiana y portuaria, con sus casas de vivos colores; el bullicioso barrio judío y comercial del Once; los patios de sombra y pereza de San Telmo, la humanidad incesante de la Plaza de Mayo. Todo permanece hoy, con una cierta capa de herrumbre y el envoltorio turístico, pero con la magia aún disponible. Ahí se yergue irreductible, por ejemplo, el Luna Park, donde Cortázar vio sus primeros combates de boxeo.
Tras las novelas salvadoras de la infancia, Cortázar creció con el descubrimiento de las librerías del centro, que trufarían sus primeras armas en la escritura con revelaciones portentosas. Así, en «La fascinación de las palabras» cuenta el encuentro en un paseo sin rumbo con «Opio, diario de una desintoxicación», de Jean Cocteau: «Desde ese día leí y escribí de manera diferente». Esa sensación de safari literario puede sentirse aún hoy por toda la ciudad, repleta de librerías con encanto. Desde el esplendor de la Ateneo, un antiguo teatro de la Avenida Santa Fe, a los polvorientos libros usados de los locales de Corrientes.
Mientras devoraba libros y escribía sus primeros textos, comenzó sus estudios en la facultad de Filosofía y Letras, cuya sede en 25 de mayo sigue mostrando su elegante solemnidad. El título le abrió la carrera docente, pero pronto su enemistad con los burócratas le llevaría a renunciar. La idea de la emigración se hacía cada vez más persistente.
Su carrera literaria ya había arrancado a la sombra de la intensa vida cultural de la ciudad, que culminaba en el café. Orgullo máximo de Buenos Aires, el café va más allá del establecimiento comercial para dotarse de una mitología propia, abigarrada de objetos simbólicos, historias y fantasmas, parroquianos eternos que leen el diario en tardes silenciosas y jóvenes escritores en solitaria creación o en animada tertulia. El buque insignia es el Tortoni (Avenida de Mayo, 825), bien conservado santuario de escritores con Borges como gran protagonista. En 1947, el genial creador de laberintos se cruzó de forma decisiva en la vida de un Cortázar aún desconocido. Una amiga envió el relato «Casa tomada» a Borges, que la publicó en su prestigiosa revista «Anales».
Aunque más tarde las divergencias políticas separaron las carreras de los dos grandes hitos de la literatura argentina, hoy la ciudad ha vuelto a unirlos en un curioso tirabuzón literario-urbanístico. La plaza en honor de Cortázar es el corazón de Palermo, barrio de la infancia de Borges, que sitúa en sus calles la «Fundación Mítica de Buenos Aires». Sin embargo, el actual Palermo sería probablemente más del gusto del izquierdista Cortázar. Reconvertida en la zona más «cool» de la ciudad, con reminiscencias al Soho o a la Malasaña madrileña, abunda en mercadillos, melenas, husmeaderos de intelectuales y cineastas… Aunque un vistazo más objetivo, ante el que brotan las tiendas de ropas de diseño con toque underground y precios «oversky», los restaurantes de lujo, los bares de moda y las tiendas para turistas, revela la distancia con la filosofía del autor de «El libro de Manuel».
Y la ironía deviene en surrealismo: justo en la Plaza Cortázar arranca la calle Jorge Luis Borges. Aunque el planteamiento tiene sentido en el mapa social bonaerense: a partir de acá, Palermo se vuelve más solemne y señorial, hasta dar en la Recoleta, zona noble de Buenos Aires. Pero antes de su desarrollo natural burgués, la calle Borges se permite una licencia poética uniéndose a los bosques de Palermo. Entre la floresta de su jardín botánico, quizá forjó Borges sus legendarios laberintos. Suficientemente sugestionado, el viajero puede escuchar los ecos de «El jardín de los senderos que se bifurcan», trasplantados a la fantasía británico-oriental, metafísica y juego: puro Borges.
Y si su capacidad de sugestión alcanza cotas mayores, podrá completar el irónico matrimonio de escritores antagónicos saltando al interior de «Continuidad de los Parques», el célebre cuento en el que Cortázar logró atrapar, como un entomólogo entre la rosaleda y los bancos herrumbrosos, a un personaje literario para matarlo «de verdad». Más allá de los jardines, el río. Cortázar se embarcó en 1951 para instalarse en París, donde le esperaba la gloria. Y la muerte. Allá reposan sus restos. Pero aquélla no era su verdadera ciudad. Tampoco Buenos Aires. «No te preocupes más por mí. Voy a marcharme a mi ciudad», le dijo a Aurora Bernárdez antes de internarse en el hospital. Cuenta Vicente Muleiro que Cortázar ya había hablado antes de aquella ciudad suya donde «jamás había estado en esta vida despierto». A esa ciudad se llega por el desvío genial de sus libros. Un viaje solitario.
ABC, 15.3.2009