Antonio Porpetta

Sin lugar a dudas Antonio Porpetta constituye hoy por hoy una de las voces españolas más sobresalientes dentro del panorama literario español. Doctor en Ciencias de la Información y Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid, ha publicado más de 20 poemarios, y ha recibido prestigiosos galardones como los premios Ángaro (1980), Gules (1981), Hilly Mendelssohn (1984), VIII Bienal de poesía Provincia de León (1985), José Hierro (1997p) ... entre otros. Además es un importante ensayista que ha paseado su pluma por diferentes géneros tales como la Biografía, Antología, Narrativa de humor, siendo ganador del Premio de Ensayo de la Crítica Literaria de Valencia (1996) y del de Poesía (2000). Sus textos han sido recogidos en numerosas antologías nacionales e internacionales, y ha sido merecedor, además de las mencionadas distinciones, del Premio Fastenrath de la Real Academia Española, y del Premio Pablo Neruda otorgado por la Unión de Escritores Iberoamericanos de U.S.A . Ha recibido la Medalla de Plata de la Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Es, además, miembro Correspondiente de las Academias Guatemalteca (Guatemala) y Norteamericana (Nueva York ) de la Lengua Española. Desde 1984, la mayor parte de su actividad pública viene desarrollándose fuera de España, como conferenciante, director de seminarios poéticos y lector de poesía.

Se trata, por tanto, de uno de los escritores españoles más internacionales actualmente, como lo demuestra su poesía traducida, en formato de libro, a más de diez idiomas.  

Los poemas que a continuación se incluyen pertenecen al libro "Penúltima Intemperie. Antología personal" (2002) en el que se recogen poemas de diferentes libros publicados entre 1981 a 2000.

"Muñeca de marfil, siglo IV, hallada en la necrópolis de Tarragona, junto a los restos de una niña de seis años. (Museo Arqueológico de Tarragona)"

(Del libro "Meditación de los asombros", 1981)

Para Mordecai Rubín,
con mi antiguo y renovado afecto.

¡ Qué lenta fue tu noche,
y qué profundo el frío, y qué terrible
aquel largo silencio!

Imposible el olvido:
            unas manos
repletas de ternura
            allí te colocaron,
junto a su dulce sueño, tan inmóvil.

Llegará la mañana, te dijiste,
y con ella
     su voz hecha caricia,
sus abrazos de madre en miniatura,
quizás la tibia nana recogida,
de los antiguos labios.

¡Qué dolorida noche!
            Transcurría
el tiempo en su cruel devanadera:
no llegaba el calor, y era el espacio
cada vez más callado,
más hondamente oscuro, vivo asombro
tus ojos de marfil.

Y tú seguías
ajena a su quietud, eternizada
en un inmenso invierno.
¡ Qué dramática noche
de mil seiscientos años ateridos!
Al fin llegó el milagro:

            un claro día
amaneció la luz en tu vieja tristeza,
desconocidas manos renacieron tu cuerpo
hacia una extraña vida,
            nuevas voces
comentaron tu insólita hermosura.
Y tú, desconcertada,
perdida aventurera de la historia

en un mundo jamás imaginado.
Ahora habitas
en anchurosa estancia, rodeada
de objetos venerables.
Eres joya arqueológica,
catalogada pieza de museo.

Mucha gente se acerca a tu vitrina,
mas sólo te contemplan.

no eres feliz:
            yo sé que tu quisieras
regresar a tu hueco,
junto al mudo perfil desmoronado
de los siglos insomnes,
para seguir allí,
            calladamente ,
alerta en tu vigilia,
pura fidelidad,
enamorada sombra de esperanza.

“Asunción del olvido” (Del libro “Ardieron ya los sándalos”, 1982)

Se cumplirán los ritos:
la memoria
ejercerá su oficio dignamente
derramando su lluvia de crepúsculos
en los labios insomnes.

Primero será un fuego,
un crepitar de vidrios luminosos,
un huracán de espuma
sediento y fugitivo.

Pero las viejas guzlas
sonarán dulcemente entre las llamas,
irán adormeciéndolas, velando
su dolido clamor.

Después serán las brasas,
el cansancio tenaz de unos reflejos
cada vez más lejos,
cada vez más heridos

por una lenta niebla:
las palabras,
las huellas y los gestos
comenzarán su exilio hacia regiones
que jamás conocieron.

Implacable

se extenderá una sombra duradera.
Y luego, la ceniza,
con su quietud de estatua derruida,
testimonio de todos los inviernos,
brújula del silencio,

resumiendo la nada.
Nosotros,
desde playas remotas,
podremos contemplar cómo la hiedra
recubre nuestros nombres, cómo el frío
invade nuestro imperio.
No habitará el rencor en nuestros ojos
ni la nostalgia antigua
nos rozará las sienes.
Impasibles
veremos germinar aquella ausencia,
aquella oscuridad, aquel callado
y largo desamor...
Mas seguirán unidas nuestras manos,
a pesar del olvido.

“El inicio” (Del libro “El clavicordio ante el espejo”, 1984)

Era largo el amor bajo los pinos.

Pequeños como espigas, nuestros cuerpos

habían descubierto manantiales
de adelfas y jazmines
dormidos en la piel.
Los labios extendían
su hermosa dictadura
como si fueran ráfagas
de un viento inagotable,
y en la memoria el tiempo dispersaba
las primeras semillas de una lumbre
dulcísima y feroz.
Yo jugaba despacio con el rubio
milagro de sus trenzas,
modelaba en mis manos su ternura
hecha barro reciente y ofrecido.
Y ella, toda universo, me miraba,
duradera y fugaz, como una aurora.
Era largo el amor, y prodigiosas
aquellas horas lentas
tan repletas de luz, tan regresadas
a través de la lluvia.
Mas, ¿era aquello amor, o solamente
la vida que brotaba
fulgurante y sumisa ante nosotros?
Entonces no sabíamos
dónde estaba el secreto de los astros
y la respuesta anclada, lejanísima,
nunca rompió el sigilo.
Pero adentro, en las hondas
veredas de la sangre,
un ancho patrimonio de volcanes
resonaba .

“Las palabras” (Del libro “Los sigilos violados”, 1985)
Llegan puras,

calladas,
                              como dulces insectos,
invadiendo mi frente
                              con su zumbido leve,
portando entre sus alas
                              esos frágiles fuegos
que estallan en mi sangre
                              sus cascadas de vida.
Me adivina cansado
                              de caminar el aire,
de pulsar el espacio
                              que me conduce a ellas,
y entonan en mis labios
                              sus cánticos de polen
en los que sólo crecen
                              espejos y almenaras.
Algunas traen la noche
                              ardiendo entre sus dedos
y derraman su acíbar 
                              en mis pobres asombros;
otras son manantiales,
                              fulgurantes prodigios
que anidan en mis huesos
                              sus entrañas de azogue.
Palabras como huellas,
                              dejando en los alféizares
un lacre enamorado,
                              vivísimas palabras,
saltimbanquis del alma
                              sobre una red de sombras,
palabras como astros
                              como madres sonoras,
diminutas palabras,
                              que juegan como pájaros,
palabras generosas
                              que nos llenan los ojos
de un trigo inagotable,
                              doloridas palabras,
palabras desplegando
                              tormentas y paisajes.
Vosotras sois mi patria,
                              mi único universo:
sólo con vuestro aliento
                              puedo habitar sin llanto
esta vieja intemperie,
                              esta piel fatigada.
Vosotras me hacéis libre:
                              en vosotras renazco.

“Donde las manos de la amada, con su destreza, protagonizan una hermosa aventura” ( Del libro “ Territorio de fuego ”, 1988)

Hablan, cantan, respiran,
amanecen .
Vuelan, indagan, dudan,
se cobijan.
Averiguan, descubren,
se apresuran.
Amurallan, acechan,
se confían.
Avanzan, acometen,
se detienen.
Disimulan, conspiran,
se deslizan.
Prosiguen, se demoran,
permanecen .
Acosan, se apoderan,
domestican .
Dilapidan, incendian,
se enardecen.
Ya persiguen,
ya insisten,
ya arrecian,
ya se ensañan,
ya rinden,
ya derrocan.
Ya vendimian.
Ya desisten,
renuncian
se someten.
Ya proclaman la noche y se serenan.
Ya conducen,
invitan ,
acompañan .

“Los ángeles del mar”  (Del libro ” Adagio mediterráneo”, 1997)

Los ángeles del mar, cuando llega la noche,

arrastran suavemente a los ahogados

hasta playas amigas,
y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas
y peinan sus cabellos con esmero
para que no parezcan tan difuntos
y sus madres, al verlos,
no piensen en la muerte.
A veces depositan sobre sus pobres párpados
dos denarios de plata recogidos
de algún pecio profundo
para borrar el miedo de sus ojos
y que el asombro vuelva a sus pupilas,
o ponen en sus manos caracolas y pétalos
como si fueran niños que dormidos
quedaron en sus juegos.
Finalmente, con leves movimientos,
abanican sus rostros muy despacio
y ahuyentan de sus labios las últimas palabras
dejándoles tan sólo los nombres de mujer...
Casi siempre suplican a los altos querubes
que trasladen sus almas con cuidado,
porque el mar dejó en ellas salobres arañazos,
golpes de barlovento, heridas abisales,
y en el más largo instante
vieron cómo sus vidas se alejan, se hundían
en el temblor callado de las aguas,
y con sus vidas iba su memoria,
y en su memoria todo cuanto amaron
o pudieron amar,
y su dolor fue grande...
Cumplida su misión, vuelan los ángeles
hacia las blancas ínsulas del sueño,
y los ahogados quedan
solitarios y espléndidos
en sus dorados túmulos de arena,
serenos como dioses,
dignos en su derrota,
esperando que nazca la mañana,
que les cubra la luz,
que jamás les alcance
el frío del olvido.

“Las sirenas” ( Del libro” Adagio mediterráneo”, 1997 )

Vieron llegar la nave:
como siempre
elevaron sus cánticos pianísimos,
sus murmullos de lluvia y arboleda
que un céfiro brumoso llevaba lentamente
a las sienes morenas de los hombres,
allí , donde se oculta el desconsuelo
y remotos paisajes se atesoran
con el secreto brillo de su azogue...
Vieron pasar la nave:
nadie se conmovió,
nadie se derrumbaba, loco, sobre el agua,
nadie quiso buscar, enajenado,
sus pechos luminosos, sus miradas de jaspe,
sus escamas de fuego y de coral.
(Un hombre entre cadenas
hermoso como un héroe,
desgarraba con llantos y alaridos
aquel hondo y sereno navegar...)
Vieron cómo la nave se alejaba
ajena , indiferente,
en calma singladura
hacia islas felices y puertos abundosos,
firme como el destino, libre como el olvido,
desplegadas sus velas al viento y a la sal...
Ausentes, melancólicas,
asoladas de un lívido temor,
dejaron de cantar, envejecieron,
quedaron con los siglos
ignoradas de todos, convertido
en historia dormida su recuerdo.
Y una pobre mañana,
entre un torpe revuelo de peces fugitivos,
diéronse a lo profundo, naufragaron
su pálido esplendor...
Todos los navegantes debieran perdonarlas:
ellas nada querían,
Ellas sólo cantaban y cantaban...
ellas nunca supieron que en sus voces
habitaba la muerte.

“Las muchachas y el mar” (Del libro ”Adagio mediterráneo”, 1997)

Toman el sol, tumbadas en la arena,
bajo una exacta claridad rasgada
de vuelos y abandonos,
en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos,
los sueños navegando
por hondas geografías.
Confían en el mar: nunca recelan
de su aliento cercano,
de esa casta apariencia que transmite
el familiar susurro de sus olas.
Ellas, tan inocentes, no saben las argucias
de ese sátiro azul, los disimulos
de su antigua y taimada adolescencia,
sus desatadas ansias de pecado...
Desde el agua profunda, una voz impaciente
-como un grito de amor, quizás de súplica,
o quizás un gemido- les reclama.
Despiertan las muchachas, se levantan
hermosamente altivas
y con pasos muy leves, caminando
despacio se dirigen
al inmenso latido.
Canta el mar sus baladas de alegría
mientras ellas se adentran en su imperio,
y recibe con mimos de unicornio
la doble incertidumbre de sus pies,
la vertical promesa de sus piernas espigas,
y lame sus rodillas,
y acaricia sus muslos de coral,
y alcanza enloquecido
la plata de sus pubis, y descubre
el asombro armilar de sus cinturas,
y aromado de adelfas
asciende hacia sus pechos, se adormece,
cubre , inunda, derrama estrellerías
y hasta besa furtivo, como un juego,
sus labios luminosos...
Las muchachas, ausentes, arcangélicas,
saltan , nadan, se ríen, chapotean,
ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria
penetrante y sutil que les invade,
sin saber que están siendo
lentamente violadas,
que lentamente el mar las hace suyas,
que lentamente el viejo amante triunfa
con su extensa ternura
sobre el clamor rosado de su sexos...

Del libro “Silvas de extravagancias”, 2000.

Definitivamente: No.
O quizás...
No, definitivamente: No.
(Tras el cristal, un pájaro
cruza la tarde azul)
...Definitivamente: Sí.

Del libro “Silvas de extravagancias”, 2000.

... Y pensar que estas rosas
no saben que son rosas
y entrarán en la muerte sin saberlo....

Del libro “Silvas de extravagancias”, 2000.

Yo no pido la voz: yo sólo pido
que mi silencio sea
como un hondo silencio de campanas.
Otros poemas no recogidos en “Penúltima Intemperie”

“Un día” ( Del libro “Cuaderno de los acercamientos”, 1980) Un día. Sólo un día. Casi nada.
Un montón ordenado de minutos,
un simple recorrido
por la redonda senda
estelada de números y dudas.
Una pizca en el torrente
voraz del universo.
Una huella en la niebla,
un humo que se marcha,
un vuelo ya olvidado
de aquel insecto mínimo
cuyo nombre jamás preguntaremos.
Y sin embargo, siempre, nuestra vida,
acaba siendo un día, sólo un día,
un día irrepetible ocupando su centro
y una serie de años sin sentido
sirviendo de ropaje a su memoria.
Es aquel claro día
en el que amanecemos al asombro,
porque todo es verdad a nuestro paso,
y sin ira miramos el espejo,
y por primera vez nos descubrimos
como queremos ser:
               indemnes ,
                            plenos,
                                         limpios,
                                                      libres,
                                                                 nuestros.

“Tu mañana” ( Del libro “Década del insomnio, antología 1980-1990”)

Ahí tienes tu mañana,
esa turbia mañana que agoniza
entre el llanto de amor del unicornio
y la lluvia senil de la arboleda.
Ha nacido vencida,
prisionera de oscuros laberintos,
toda vuelo sin cauce, toda olvido,
a su extensa grisura encadenada.
Nunca viose mañana tan nocturna,
tan henchida de inútiles augurios,
de imaginarias aves,
de insectos que enloquecen
bajo un cielo pretérito y callado.
Mañana meretriz, torpe mañana
en la ebriedad de un sol encanecido,
mañana pordiosera, vagabunda,
vieja diosa humillada y aburrida,
ungida de tristeza…
 Pero mañana tuya,
tan hondamente tuya,
que si tú lo deseas
arderá esplendorosa en tu palabra
acunada de luz.

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"PALABRAS PREVIAS"

Florencio Martínez Ruiz

El estudio de la obra de Antonio Porpetta que exponemos a continuación está incluido en el libro "Penúltima intemperie. Antología personal", 2002, publicado en la Colección ANTOLOGÍAS "POESÍA" dirigida por Pedro J. de la Peña, de la INSTITUCIÓ ALFONS EL MAGNÀNIM (Valencia / España), que actualmente dirige Ricardo Bellveser.

Más de doscientos artículos, entre estudios y comentarios, se han publicado sobre Antonio Porpetta y su obra. Su nombre figura en un total de treinta y cinco antologías y diccionarios, españoles y extranjeros, desde el “Who´s Who” a la Enciclopedia Espasa. Y, sin embargo, no puede decirse que el reconocimiento del escritor y poeta guarde proporción con sus merecimientos. Autor de amplia circulación por Europa y América -libros suyos han sido traducidos en versión inglesa, serbo-croata, alemana, árabe, rumana, rusa, etc.- en España ocupa un plano prestigioso al que la crítica en una buena parte no termina de hincarle el diente, pese a haber obtenido importantes premios de esos que “dan y quitan” en el mercado literario, como el “Gules”, el “José Hierro” y hasta el mismísimo “Fastenrath”. Tampoco faltan ya documentadas tesis doctorales en torno a su trayectoria lírica, como las de M. Klass en la Columbia University de Nueva York o la de O. Condrea en la rumana Al-I-Cuza, de Iasi.

La inevitable sorpresa por esta discriminación es más formal que efectiva y desde luego de muy relativa consideración, conocidos los mecanismos críticos y editoriales del entorno circundante. Pero no deja, por ello, de ser una sorpresa al fin que acaso tenga en sí misma la explicación, dadas las circunstancias dentro de las que surge Porpetta. El panorama poético español hacia los primeros años ochenta no se corresponde con su biografía humana y literaria puesto que los poetas de su generación le llevan una delantera de más de diez años. Porpetta nace en 1936, todavía algunos meses antes de la guerra civil y, a pesar de que por su tardía aparición editorial y sus temas menos directamente conflictivos sólo pudiera llamársele “niño de la guerra” de manera global, pertenece cronológicamente a la generación del 50, aunque su obra se formaliza en los últimos setenta y logra la atención de la crítica en los primeros años ochenta. Tal “decalàge” es en su caso una desventaja, al no poder hacer pie en las arenas movedizas de las “corrientes” o “mafias” que se disputan el campo poético y en el que el poeta independiente, sin apoyos mediáticos, poco tiene que hacer, en sociedad tan cambiante como la nuestra.

El poeta y los “niños de la guerra”

Para nadie es un secreto que el poder de algunas editoriales -de Madrid y Barcelona- así como el juego de los “mandarines” de esta o cual colección -sin que sea necesario dar nombres- establecen una estrategia muy apriorística del panorama poético, tratando de dividir las aguas del Mar Rojo literario, de tal manera que ni siquiera el replanteamiento ético o la libertad de expresión propios de una democracia han sido capaces de reconducir en proporciones aceptables. De todos modos, en Antonio Porpetta esta tracción no es demasiado visible, al hacer la guerra por su cuenta, ajeno a toda otra bandería que no sea su arrojo por la belleza y su oficio en pos de la máxima calidad. Así que la “descolocación” -ya hemos precisado la tardía aparición en el panorama poético de su fragante voz- puede ser menos intencionada, aunque no menos real. Al quedar fuera de la generación del 50 por razones temporales, también se distancia por su sensibilidad más libre: apenas existe en su obra el dramatismo directo y patético de los llamados “niños de la guerra”, como ya se apuntaba arriba, siendo así que lo desbordan a fuerza de una recauchutación desde una belleza más a la vista, coincidiendo o conectando de alguna manera con el posterior culturalismo “made in Spain” de los “Novísimos” y el cierto deshielo que la “generación del lenguaje” -es decir, los poetas del 60- impuso de forma generalizada.

Si la patética experiencia de los Cabañero, de los González de los Rodríguez o de los Sahagún, etc., pudo dinamitar con sus vivencias auténticas el cargante formalismo anterior de la poesía social, del tremendismo humanista, y el realismo crítico o el extrañamiento burgués de la “escuela de Barcelona” irrigar a la poesía una ética civil, las nuevas promociones culturalistas abrieron las compuertas de una sensibilidad más comprometida, de un sentimiento menos dirigido, y por lo tanto más sugeridor. No se trataba tanto de convertir a la poesía en un arma cargada de futuro, sino en un arma cargada de belleza, tal y como exigía -el mayo francés del 68, se capitalice o se rebaje, ahí estaba- el momento histórico. Por ello, nuestro poeta sin afincarse en ninguna de estas escuadras, ni seguir ninguno de sus postulados, recoge sus herencias y buena parte de sus hallazgos, siquiera lo haga en una imantación -que no sublimación- de sus contenidos. La infancia en Antonio Porpetta es la patria del alma y aun del cuerpo como para la mayoría de los líricos del 50, aunque de manera esencializada, sin traumas ni experiencias trágicas. En contrapunto, el culturalismo asumido en su obra poco tiene que ver con los colores cosmopolitas de buena parte de los “Novísimos” y sus evocaciones de tarjeta postal. Es obvio, de todos modos, que Porpetta trufa sabiamente y no abomina de todos esos antecedentes. Suma y no resta, todo ello destilado en un personalísimo autoclave de sorprendentes esencias.

Poco importante, si es que no irrelevante, parece la “desubicación” del poeta alicantino respecto de estos grupos afines por edad o por circunstancia histórica o literaria. A primera vista, Porpetta incumple las reglas de las generaciones clásicas, pero diríamos que no del todo -si tomamos el patrón orteguiano menos rígido por más comprensivo- al mantener con ellas el “contacto vital” y no sólo de forma aparente, sino confluyente y hasta paralela, pese al desfase de sus poetas contemporáneos. Algo que no es grave, sino enriquecedor, pues elige de entre sus hallazgos los que se compadecen -y bien cierto es que algunos en muy intensa medida como el batir de las alas de la infancia y la apelación mediterránea o mediterrancista, afín con toda sensibilidad valenciana- con su potencia estilística y con su bonhomía: lenguaje depurado y exquisita sensualidad expresiva.

¿Hacia una estética europea?

Podríamos hablar en una divagación esteticista de una cosmovisión panteísta o mítica al modo de Cavafis o de Dürrell, de los líricos griegos o de la generación del 30, para instalar a Porpetta en el gran ámbito de los cultores de la tradición poética greco-latina y no sería algo ocioso. Pero vale aludir a poetas de más inmediata tradición que, sin necesidad de rastreos puntuales o de alusiones miméticas -que no las hay- se compadecen con el “canon” estético del poeta. Desde el Rubén Darío ornado con los laureles y las canéforas que ofrendan el acanto hasta el último Rosales de “Un rostro en cada ola”, una inmensa y vasta marea va invadiendo de soles y resoles la poesía porpettiana, cuya transparencia no puede ocultar las mareas ocultas, los flujos marinos, las tormentas y los alisios que soplan y la agitan por dentro. En este aspecto no deja de ser un clásico al modo de los poetas latinos de la Edad de Plata, dándose la mano con el Juan Ramón de “Espacio” o el Derek Walcott de “Océano”, todo ello abastado por un medular mediterranismo al que despoja de sus fríos dioses del panteón greco-latino para encarnarlos en su sensibilidad de niño. Casi desde sus primeros poemas Porpetta conspira hacia esta inmanencia total, visible más que en los poemas concretos de sus doce libros de poesía -entre poemarios y antologías- en el ámbito estético que desencadenan, y al que el poeta está ya inevitablemente abocado. De poeta clásico hay que caracterizarlo, de romántico y barroco, de realista y culturalista, de elegíaco y de reflexivo, de sereno y apasionado, etc., porque de todo ello hay en su retorta de mago.

De este alcaloide nace su fuerza lírica, que no por tamizada pierde en su elaboración los matices persistentes. Acaso se insiste demasiado en que su fuente de energía es la memoria, acaso se repite en exceso que si fidelidad a la infancia. Indudablemente son “sus” recursos, dado que le hicieran falta. Y, sin embargo, ante Antonio Porpetta hay que buscar como estimulante y generador de todo su mundo lírico en su emoción en estado de trance y su gran coartada para expresar desde esa ebriedad genesíaca su razón de poeta. Sin emoción, un libro como “Meditación de los asombros” no hubiera pasado de ser un documento historicista, como cualquier cuadro de época del siglo XIX; sin emoción, “Territorio del fuego” se habría quedado anudado en las líneas de un erotismo de “meuble”; sin emoción, “Adagio mediterráneo” sería una simple queja de su nostalgia ante la imposibilidad de no haberlo “nacido” (su mar). Apasionada confesión que le acompañará siempre como un argonauta en busca del vellocino de oro de la gran poesía. Sobre todo porque ha sabido encontrar en la vastedad e inmensidad de ese mar el secreto de la vida y de la existencia, ese “renacimiento” de sí mismo. Aún arrojado del paraíso encuentra aquí abajo el cálido cuerpo de la mujer, a la que se siente respirar junto al poeta cuando navega en el poema, raíz sensual del mediterráneo del que venimos hablando y que confirma la sentencia orteguiana de que el hombre de nuestra cultura más que ver claro, siente claro. La luz, el clima, la flora, el mar, pueden turbar su inteligencia, pero jamás sus sentidos, dando paso a lo que el poeta llama una contemplación “sensualizada” de las cosas. Y que podríamos resumir en uno de sus versos: “A través de tus labios me asomo al universo”.

Querer someter al hombre Antonio y al poeta Porpetta a los fríos servicios del criticismo andante -ya sean los Jacobson, ya sean los Fry y compañía- es empresa harto confusa. Pocos líricos como nuestro autor han sabido robar el fuego de los dioses y, liberándose de lo que la poesía tiene de instrumental, de pura artesanía, lograr que cada verso contenga “una pequeña vida luminosa” y cada poema entero “una resurrección”, justamente el impulso inicial y hasta iniciático de esta poesía. Concebida su obra así, demanda la gran baza de su escritura musical, de su escalada sinfónica, alcanzando el “fagot” de una reducción cívica, personal, íntima e incontestable. No es fácil datar este mundo suyo en los referentes al uso del culturalismo o del venecianismo de los “Novísimos”. Señalaríamos la obra de Francisco Brines en donde cabe percibirse una sintonía melancólica en línea con la tradición grecolatina, como un referente. Sólo que la raíz de su zozobra tiene claramente impulsos distintos a los de Porpetta. La perfección y el dominio formal del autor de “Década del insomnio” nunca debe ocultar que Porpetta pisa la línea del vértigo humano, la línea de gravedad de la exploración interior aun cuando el acceso al “yo” profundo lo realice sin gestos explosivos ni ademanes de tragedia. Hay muy poco en él del modernismo histórico, del romanticismo tradicional, del parnasianismo más o menos clásico; el motor de Porpetta cuenta con unas alas más cercanas a las de Pegaso que a los automóviles corriendo de Marinetti, puesto que otorga a la memoria y a la melancolía categorías existenciales surgidas inequívocamente de la cultura mediterránea.

Una dimensión cósmica más allá del autobiografismo

Yo no insistiría demasiado en su biografismo -que sólo lo es, en cualquier caso, como legítimo asidero de la memoria- porque Porpetta establece en sus poemas una dimensión poemática que tiene que ver más con la voz y el “elan” del propio ser humano y con la estructura formal del poema que con los datos realistas o las aportaciones subjetivas. Y todo porque Porpetta disuelve su biografismo, como decimos, en un ”epos” de resonancias colectivas o al menos de amplias referencias culturales. Hace unos años señalábamos que, en buena parte, la potencia imaginística, rítmica y orquestada, de una obra como la suya estaba determinada por la emoción de sentirse ciudadano del mundo y con pasaporte universal. Sus biorritmos se atizaban mejor que con las pequeñas anécdotas e incidentes cotidianos por una “ratio” casi cósmica, por una entonación de timbre intemporal entre hombres y dioses y, por lo tanto, plenas de sensorialidades de una incandescencia evidentemente mítica. Su paso por el amor y la muerte, su evolución de los recuerdos y de la infancia, se escapan del ámbito en el que fueron sugeridos. Porque la vitalidad y la libertad que la penetran por los sentidos determina un cosmos personalísimo que apunta a la inmersión en el mediterranismo, clave y razón de su continente poético, de la sensualidad de su lenguaje, incitante, poroso, vital, contagioso y, sobre todo, génesis creativa sin límites ni servidumbres.

Ocurre que Antonio Porpetta, por la fuerza de sus imágenes, de su vocabulario y de su temple, apenas necesita exegetas. Un verso y hasta una palabra le bastan para expresar sus mayores reflexiones. En un madrugador poema de “La huella en la ceniza” -libro que no consta en esta antología, acaso con alguna ligereza- titulado “Niños sin azul” ya alumbra su radiante concepto, su atisbo mágico de nuevos horizontes que no eran sino el anuncio de un mundo al que nacía ungido “por el cruel designio/de sólo navegar melancolías”. Como quien proclama la trascendencia, la ultimidad de una “sed irredenta en la mirada” (no sólo de brumas y gaviotas). Como en la bitácora de los argonautas, el viejo mar se siente por Antonio Porpetta “siempre recién creado” al recuerdo, por boca y cita de Gabriel Miró. La emoción tiene en el poeta una capacidad creativa y creadora cada vez más evidente en su obra. Por ello, el libro “Adagio mediterráneo” viene a ser dentro de su dialéctica poética una obra definitoria de sus impulsos, ya desde aquí claramente cósmicos, estelares, visionarios. Pues esa emoción, más patente y directa en otros poemarios, logra ahora una orquestación cabal de todos los valores cordiales y estéticos de su poesía. El análisis de todos y cada uno de estos poemas nos conduce inapelablemente a establecer la gran metáfora existencial de su universo.

La línea que caracteriza el destino de Antonio Porpetta no siempre es continua, aunque sí coherente. El poeta existencialista se produce aliviado de obsesiones o de pasiones en complicidad con el paisaje; la realidad que transmuta se produce un punto más allá de la historia, asumida sin anécdotas historicistas -en cualquier caso, sus aproximaciones a la mitología señalan la depuración idealista de la conducta humana- sin duda porque llegamos al fondo volcánico del arte constituyente de toda gran poesía. Y así, el Porpetta que declara reconocerse en todos sus poemas porque son sus poemas los que lo han hecho a él, que sea como es, actúa a la vez -si es que otra cosa no- como un dios del lenguaje, “inventándose cada día para seguir viviendo”. Antonio Porpetta salva así las servidumbres del realismo mostrenco, las idealizaciones filosóficas y las tentaciones de la fantasía desbocada para, sometiendo a su muñeca, como en una muy refinada fragua de Vulcano, todos los ácidos de la vida, todas las asechanzas de la muerte, erigirse en un machadiano reo de su propia invención, hasta disolver de una vez por todas el círculo vicioso entre el autor y su obra, entre el creador y la criatura. Como el propio autor ha declarado, el poeta da vida a la poesía, pero también la poesía da vida al poeta. Acto creador que establece en suma la mutua entrega entre ambos.

Una obra original y sólida

No se dice todo lo que va dicho para asignar al autor de “Meditación de los asombros” un lugar tranquilo al resguardo de las luchas generacionales o de las corrientes polémicas. Tal cosa sería una dejación injustificable. Porpetta escribe en cada libro de los suyos -desde “Por un cálido sendero” a “Silva de extravagancias”- el mismo argumento de una obra original y sólida. Por más que se crea que arrastra materiales suministrados por la historia literaria, en su inmersión en el culturalismo extrae lo que su poesía necesita para el esplendor expresivo, pero al que somete a una depuración y asepsia radicales. Por otro lado, el “oficio” del poeta se plantea y replantea en cada poemario, como garantía para escapar a cualquier suerte de esquematismo, con técnicas y recursos que lejos de mecanizar o viciar su sintaxis o su lenguaje, ofrecen nuevas refracciones y emociones, teniendo en cuenta que su discurso se erige en el acto mismo de la creación, en el “fieri” mismo del poema con sus antítesis dentro de cada verso.

Poeta “nacido tarde” a la manera de Eugeni Evtuchenko, en poco más de veinte años ha abierto sin duda una raya en el mar -y salvamos cualquier juego de palabras- tanto de ese inmenso panorama de la línea vivencial de los 50, como del culturalismo vitalizado de los setenta o del modernismo camuflado de la postmodernidad. En esta antología demuestra diáfanamente todos sus poderes. Y es que creemos que Porpetta es un autor de tal fascinación y seducción que ningún comentario o juicio debe suplantar su lectura. Yo lo he seguido como un testigo casi desde sus inicios comprobando de “asombro” en “asombro” una trayectoria impecable. Su trabajo es de “il miglior fabbro”, escasamente imperceptible, dada la textura limpia y bien musicada de sus poemas, que un lector poco atento puede confundir con la facilidad o con la técnica. No es así. En Porpetta se ofrece la obra bien hecha a la vez que la obra “no aprendida” al eco frayluisiano, pues todo es clara luz de verso, todo es profundo deliquio interior, inspiración genuina y oficio magistral y consciente. Un saldo que nos ahorra hacer salvedades a la hora de librarlo de la patulea de líricos a tanto la línea o haciendo guiños a una “espontaneidad” surrealista de pega.

Una suntuosa intensidad en siete libros poéticos

En esta antología compuesta por siete libros -no se incluyen “Por un cálido sendero”, “La huella en la ceniza” y “Cuaderno de los acercamientos”- existen algunas variaciones con respecto a la titulada “Década del insomnio”, de 1990, pues se han suprimido varios poemas, cosa que sentimos especialmente en lo que se refiere a “Meditación de los asombros” y “Ardieron ya los sándalos”, aunque nada empece para armar esta gran “lectura guiada”. La poesía porpettiana entre sus grandes valores posee la gracia de una transparente intensidad, que deja siempre la mejor señal, la inequívoca señal, en cada poema. Y salvo algún matiz pintoresco o algún dato irrepetible, el poeta se escancia como un vino, con su virtud y esencias más características. No es Antonio Porpetta escritor de caídas y desfases, debido sin duda a la exigente elaboración de sus libros. En este aspecto, las sorpresas no existen. En la escala de su “canon” creativo, jamás pierde el pie, jamás tropieza en su andadura, nunca fía a sorpresas detonantes o insólitas el resultado de su inteligencia, de su sensibilidad. Nos hubiera gustado una selección menos drástica que no dejara fuera poemas como “Niños sin azul” o “Pájaro poema”, descartados de sus dos primeros libros. Nuestra inquietud es doble ante poemarios como “Meditación de los asombros”, “Ardieron ya los sándalos”, “Territorio del fuego” o “Silva de extravagancias” -este comparece aquí, con “Adagio mediterráneo” por primera vez en antología- cuya homogénea calidad los hace impresciptibles. Me toca únicamente introducir unas líneas al margen de estos poemarios sin otra virtud que la de dar fe y testimonio de ellos.

En “Meditación” frente a la reconstrucción de cartón-piedra de los modernistas y las expresiones del “extrañamiento” brechtiano o las deletéreas atmósferas de Cavafis, se objetiva todo lo posible una España latente, casi sumergida, en los pergaminos o en las ruinas, constituyendo una recuperación esencial del pasado histórico y arqueológico. Pero la palabra lírica del autor destruye todo recamado abusivo o parasitario, haciendo que surja nítidamente en su poder expresivo. Lo “asombroso” en Porpetta más que conjurar las limitaciones de un cierto clasicismo pegado a la propia iconografía castellana, resulta del hecho de levantarla madura y sensible, contingente y alada, de tal forma que su principal atractivo reside en la verdad humana que subyace en las fechas evocadas. Consigue con ello algo muy necesario en la poesía actual, como es saber identificarse con ese medievalismo nostálgico, tan cercano a nosotros hoy, y que acaballa la memoria de la literatura hispana desde las “Coplas” hasta los últimos “hits” venecianistas, capaces de sacudirnos el alma.

Si “Meditación de los asombros” fue en su momento la revelación de un poeta en toda su belleza, “Ardieron ya los sándalos” aportaba las notas esenciales del gran lírico amoroso que Porpetta avanzaba con tanta elegancia como precisión, asumiendo el poder catártico del amor y del erotismo. Algo que lleva a su máxima y torrencial expresión, como enseguida veremos, en “Territorio del fuego”.

En “El clavicordio ante el espejo”, el poeta que planeaba sobre la belleza herida o vital del mundo, vuelve sobre sí mismo, en una indagación del niño que fue, del hombre que es hoy. Libro este de estructura compleja, pero cuya consideración aparece inevitable si queremos cifrar en toda su hondura su interiorización como poeta. Y es que la composición a dos voces -la del niño y la del adulto- intensifica de manera sobresaliente la capacidad de plenitud y lucidez del poemario.

Para Antonio Porpetta “Los sigilos violados” guarda –como en el caso de “Meditación”- fervores especiales en los que el poeta no sólo confirma su toque expresivo original, sino una manera personal de contemplarse en el universo, tras buscar en las entretelas de su desdoblamiento la mejor temporalización de su existencia y de su estilo. Porpetta, que había prestigiado un culturalismo con emoción dentro, y luego había sabido aquietarlo en el fuego del amor con una fruición vital desconocida, en “Los sigilos violados” –libro que ganaría, aparte de otros galardones, el premio Fastenrath de la Academia Española- construye desde sus quicios más ocultos su intimidad delicada, llorando sobre su propio corazón en un desafío a las asepsias de la moda y a los acomplejados poemarios amorosos del momento. Claro es que lo hace estrenando una capacidad reductora hasta aquí no utilizada con el fin de romper la dialéctica idealismo-realismo, en proceso artístico, apoyado en una técnica eficiente, para contarnos su historia de ser hombre con la nuda palabra.

En “Territorio del fuego” la posesión de la amada gana campo a la memoria y entrega al erotismo su parte alícuota. Estamos en la cumbre de la exaltación apasionada. La transmutación poética se produce sin saltos, como una fluencia de intensidades que dota al poemario de todo el ardor. De todo el “fuego”. Porpetta “pisa” un terreno enajenante y lindante con la sensualidad sin barreras -acaso con la obscenidad aparente- erizada por un metaforismo batido en lo fisiológico y en lo carnal. Y de ese “territorio” eleva su cántico con audacia, más también con absoluto y genuino arranque. Para ello cuenta con imágenes deslumbrantes en el proceso expresivo, bien sometido al orden del poema, bien contenidas en su tensión y pasión al límite. No se busca escandalizar al lector cuanto transparentarlo todo en irradiaciones estéticas. El ancho río, sosegado y ardiente, del amor encauza en su corriente fruitiva el vertiginoso ritmo del poemario y sus relevos cada vez más convergentes hacia el “suspense” amoroso, el rito del acto erótico y la estructura verbal que lo acompaña. Asunto más que peligroso este del amor -con algo de canción desesperada- cuando transita sobre falsillas ya conocidas, desde Alberti a Lorca, desde Neruda a Salinas. Porpetta las sortea por elevación, más también por temperatura y modernidad.

La visión de un hombre, aquí y ahora mediterráneo

“Adagio mediterráneo”, era y es la consecuencia natural de su visión litoral y estética de un hombre levantino, con los ojos azorantes de las trirremes y de las singladuras por el mar de la clasicidad. Escrito con velocidad de crucero, nadie debe tomar este libro como una guía cosmopolita o nueva guía turística sino como una cantata o una ópera en cuya orquestación más exacta intervienen las sirenas interiores y las gráciles muchachas en top-less, a las que el mar acaricia en este libro, vivo y humanizado, tan solar y abierto de sensaciones, con el que el poeta devenga sus deudas con el Mediterráneo, el “topoi” a cuya luz es preciso desde ahora leer los distintos estadios de su poesía.

Por su parte, “Silva de extravagancias” -título acaso levemente turbador para el ingenuo lector- creemos que cierra, por ahora, la trayectoria del poeta con broche de oro y la lleva a sus últimas consecuencias, que no son otras que su apuesta por una búsqueda a contratiempo, a contracorriente, con el fin de dar sentido a la vida desde el misterio de la muerte. No quiere estar solo, pero quiere “vivir su soledad”, a pesar de que “es inútil callar la algarabía de los locos jazmines” y no puede detener “la fiesta de las madreselvas”. Siempre tendrá el recurso de cerrar las ventanas y en la noche “quedarse a solas con el leve clamor de las orquídeas”. Amigo del tiempo, el poeta sabe que un día se morirá, envejeciendo junto a él, sin lograr nada, siendo así que todo fue en vano. En alguna de estas piezas líricas, que valen como aforismos o como emblemas, Porpetta piensa que “revivir es a veces volver a recordar”; o, lo que es lo mismo, “encerrase de nuevo en el olvido”. El “ubi sunt” que, quiérase o no, planea por la poesía porpettiana se asoma finalmente en esta afirmación sobreentendida de que el hombre es “un ser para la muerte”. Al cerrar su parábola vital se abre claramente el interrogante de la muerte, dando legitimidad existencial al poeta y belleza sublime a la sobria faz del mundo decadente.

“Silva de extravagancias”, último de sus poemarios publicados hasta ahora -y doblemente galardonado con el premio “Ciudad de Valencia” y con el premio de la Crítica Valenciana- gana los mayores puestos en el escalafón de su obra. Pero hemos de anotar que los poemarios anteriores son de imprescindible lectura para extraer todos los valores éticos y estéticos, sencillamente humanos, de este libro que viene a ser la conclusión después de haber adelantado las premisas. “Adagio mediterráneo” se completa con “Silva” en el mágico “corpus” porpettiano.

Viajemos por lo tanto al fondo de la obra del autor, que en esta antología se adelgaza de manera exigente para ofrecer en síntesis sus galerías interiores y sus bellezas más a la vista.

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