Porque he visto en tus ojos el collar del tiempo
agitándose compacto en la sustancia febril de la memoria,
un día en que el beneficio de la duda me importaba tanto
como al pez su precio reducido ya en el supermercado,
y las gotas de lluvia preocupadas seriamente por caer
contra ventanales aherrumbrados por la tardía visión de la tristeza,
como si la luz de la distancia en ruinas
fuera el amor y los festejos arrullándonos el pan nefando y el negro corazón.
He oído el murmullo del humano con la cantilena atragantada a medio paso,
esófago sin piel surcado por el llanto,
mar de mármol serruchándonos el hueso insigne del deseo;
y yo sin cáliz en las manos, con los pies airados
y los chanclos que exhaustos besan sus espinas medianeras,
pues el sol se pone en los intersticios de mis dedos
y la sangre es el copo de luz que con su aguaje
cubre el foso donde habitan el pasmo
y el pensamiento coronado por la baba cruel de la caléndula.
Y en las grupas del caballo-trípode
llevo el botín que en los bancos de arena exhumara,
a horcajadas pensando el dolor de los campos sin gleba
y el aroma posible de frigios bosques infernales;
porque es ésta la mujer que quise sorber de a pocos
en los tiempos de esputo y escasez, la misma
de la cascada cruzando el promontorio azul que se divisa en la explanada.
Oscuro era su aliento cuando al despertar
nadie sino yo veía el hilillo de larvas descender coquetamente
por la comisura de sus labios, y allí estaba yo
con la bragueta en cierne y la madurez del pimpollo a cada lado del abrojo;
y era la cena prometida de la infancia, el manjar deglutido
con el menaje de mi lengua serpentina, oso goloso,
oso meloso, oso baboso de un alma que a sí misma se lame y regurgita.
Era la noche de las formas boreales danzando al compás de los helechos
sobre el cuerpo retráctil de la bella, tan de pronto mía
cuando empezaba a aullar nueva alborada.
Si ella supiera del sabor gentil de su cuerpo yerto... Madre
lo decía con sus manos sumergidas en el cuáquer de los lonches nunca persignados
porque su palabra era verdad que yo, feliz,
engullía y devoraba devotamente con mis fauces, hostias
sus dedos de masa y de mampostería a diario horneándose el albo corazón.
Sí que has sido siempre blanca, si material harina que apanó todos mis huesos,
tú que sabes quién es la que hoy me roe el paso,
la que en el don me extirpa el aire, la luz, el arduo círculo del deseo.
Sabio tu aliento tornasol sobre esta frente que desde siempre te imagina,
porque en tu sangre, a diferencia de la mía, no habita
ni la inquina ni la melancolía embadurnada con colesterol;
ante ti todo el espacio y el parvo tiempo se prosternan,
saben que en tu dolor, madre, trepida la brizna turbia del origen,
porque soy de ti aun si abjuro de tu germen, ése que apaciento
en la pus renegando de mi pecho, abrazando las llamas de mi hogar.
Y vuelvo el rostro y estoy en la ventana a los diez años,
apenas si hay lugar para algún sueño no surgido de pronto en la mañana,
y otros hay que van y vienen a mi espalda, desde lejos
el sol ya no recuerda ese estío donde los espejos eran la noche de los ojos,
y entonces yo te miro, madre, con los dos ojos tan altamente cantando
y elevo al cielo el gusto de saber que en mí mismo se fugan todas las guaridas,
yo el celador, el policía de los grandes dones y de los sables de espuma y palo
blandiendo una y otra vez el amor en los erales,
una y otra vez soy el ladrón, la presa, la lluvia prometida;
y es allí que surca al vuelo la piedra audaz, la espada canora,
y yo soy solamente asombro en su belleza de bala proyectándose en sí misma;
miro ya sin ver su zarpazo en mi ojo de fruta, la pepa maldita
rodando al acaso, exánime, por la cuesta prohibida de la memoria.
A tientas voy ahora buscándolo entre las matas crecidas en el rostro de mi hermano.
Y ahora mi patria es una nube donde todo es virtual y nunca cierto;
sueño y en el sueño Polifemo cuenta las ovejas, falsas
como el infinito, risueñas porque ellas saben que el vellocino a nadie pertenece,
que hay otro sueño aún dormido después del mar,
y otro más en la cuenca hueca de mis ojos;
allí está el pozo de un sueño más perfecto, indeclinable él,
fuente de las fuentes donde agonizan todos mis deseos,
porque soy el argonauta ciego en busca de ovejas despeñadas;
amo la piel curtida y el pellejo ensangrentado bajo las córneas,
ahora que llevo mi ojo en cabestrillo
y cuento con mis dedos el número ganador de la lotería.
¡Por fin, por fin gané mi patria sin destino, hacedor dinero de la dicha!
Sí que estaban lejos la mujer de al lado, el aliento,
el gesto de la muerte que acunaba rabioso en mis rodillas.
Todo porque sí;
la razón nunca existió como patrón preponderante;
apenas si el rocío aprendía a rodar por las lúbricas quebradas del mastuerzo
y el gallo primerizo afilaba su canto en otro matorral.
Otro día vi las entrañas de una piedra, de excursión por un bravíoroquedal.
Era como si una niña me dijese cuéntame un cuento
y yo, desarmado, implorase a Andersen ayuda peregrina.
Pero allí al fondo estaba yo acuclillado, chupando el dedo de la muerte,
mientras la savia de la piedra me circulaba en la vejiga
y una música de miel se dejaba oír en otras peñas sepulcrales.
Yo sabía que uno mismo es un misterio
y que saber demasiado no era de ningún modo conveniente.
De manera que al primer descuido de la piedra me arranqué de sus vísceras
y sin pensarlo dos veces puse pies en polvorosa.
Corrí, corrí y corrí hasta olvidarme de por qué corría.
Al primer recodo me detuve, deposité en el suelo lo que atenazaba con las manos,
y entonces me vi reptando sobre la arena, alto ya y primoroso,
con corbata y una flor sujetándome el pelo
y al parecer con un poema en los bolsillos.
Parecía un destino promisorio, qué párvulo ese Homero, y qué bandido.
Reí y reí con lágrimas de intenso placer, y las lágrimas formaron una nube
y la nube me impidió ver cómo una lagartija salía de su escondrijo,
tragaba al niño en un instante y oronda se perdía por donde vino.
No vi nada, pues.
¿Será por eso que dicen que ni el mar ni la muerte nunca lloran?
Nadie dirá, pues, que lo mío era la tierra consentida,
yo que de galopar entre los ríos sólo sabía historias de abuela y de cordel;
y eso que ella nada decía, nunca:
los calveros de su voz en las florestas de silencio dormitaban en su pecho,
nada en el mundo recordaba el contorno de sus manos coloreándome los pies;
el frío era un sable de luz que vengativo mutilaba mis párvulos dedos;
la nonna a su turno blandía los dientes desbocados
que nada decían,
sólo mil veces relumbraban encegueciendo al sable convicto
que a la postre caía rendido bajo mis uñas de plata.
Y allí estaba yo, plácido ante la mudez ancestral,
rígido por la muerte de una historia que jamás me fuera contada,
pálido como el himen milenario de la abuela doncella
danzando en hinojos sobre la nieve ardida de mis párpados.
Naturalmente, ella moldeó a su antojo el barro de mis huesos;
será por eso que ahora me arrastro en los escombros
y mis manos son un grito retorcido hecho a su imagen y semejanza;
y es que no hay como la ganga del dolor ajeno cuando éste no se escucha
porque es gentil, compacto, portátil y conveniente,
porque no ofende al minuto de placer ni al pan venido desde lejos
y que ahora genuflexo agoniza en la credenza.
Tantas veces me he golpeado el pecho contra el pecho:
las olas inundaron las galeras de mi corazón y a barlovento
la música de un sicofante dolorosamente ha volcado su copa sobre mí,
los márgenes a los que yo mismo me confinara
se han desbocado en la celda de la orca
y ahora todo es tan palmario y nítido en su declive y esplendor:
los peces retozan en mis narices
pero las medusas de a pocos se marchitan
cuando elevo los ojos al cielo para ver si hay un dios espiándome de reojo.
Y en mí estoy, las córneas serenas ningún llanto ya contienen,
si acaso un mar de fisuras y una gaviota dormida bajo la arena.
Sólo hoy las aves decidieron mermar las nubes con su vuelo,
la gran pregunta royendo sus alas no asciende más si no es en picada.
Dulce hora esta nona del día cuando en la Pasión de un náufrago
un somorgujo extravía su ruta y a mi brazo que escribe se allega;
el pico es rojo como la esperanza,
tiembla, castañea, ruge, se encabrita
y sólo calla al hundirse en mis venas buscando calor;
la sangre es el géiser de un dorado tormento, petróleo de otrora,
hulla prehistórica manando a gritos de un deicida,
falla primordial donde reposan algas primigenias y helechos de otros mares,
crótalo de angostas curvaturas danzando en el árbol de la culpa sin perdón.
Si al menos mi sangre tiñese el mar con su desdicha...
qué consuelo de por vida, qué desastre de por muerte.
Dulce hora nona cuando doblan las campanas de la niebla,
una nota huida de un violado corazón
alza vuelo sobre el mar de azufre
y se hunde sin verdor ni melancolía.
A campo traviesa he dejado atrás las playas
del tedio y la conciencia azotada por la duda,
no hay en mí estirpe a la que esta retirada represente,
ni a Ciro, emperador del desierto, ni a Artajerjes, rey de la mentira;
mi anábasis es la del viento expulsado de la patria del rencor
cuando al horizonte crujía la tormenta y las naves
del deseo su quilla frotaban contra los lomos de lúbricas ballenas;
entonces sí que la sangre tenía singladura y los galeotes
adornaban con petunias sus grilletes entonando una bravata al sol,
los tritones deslizábanse en el tobogán de los taludes
y en los colmillos de las morsas relucía el perfil de una quimera.
Como para festejamos con tanto emolumento
cuando en el oficio de la duda nos invade apenas la desidia
de existir, la molicie de ir perdiendo uno a uno los cabellos de la mente,
cuando en los ojos se apea la mosca de los sueños
y allí empolla su morada.
Veo ahora el destiempo multiplicado al infinito,
caleidoscopio de la muerte en mis ocelos retratando su sonrisa,
triángulos de mofa sus labios al borde del perjurio
y melancolía rumiando a solas una estática pasión.
Las ventanas del crepúsculo se extienden a lo largo de la tarde
y apenas si enmarcan las dunas
con su tiempo de arena rebanándoles la piel. Grano a grano
deshojo el desierto que poco a poco bajo mis uñas se concentra,
golpe a golpe talla el viento los anillos de la muerte:
un acerado sol pendulará mañana más temprano
y mi cuello de fruta lo cantará de un solo tajo.
Otra vez he vuelto a la playa de la fobia
donde el factor humano es el estigma de noches urgidas
por un diluvio de brazos y papel picado sobre el litoral.
A trasluz veo el tránsito suspendido de aves y cometas
y en la tarde sin amor y sin memoria
una vela de mármol se enciende apenas en mi terciado corazón.
Detrás del sol palpitan las islas del despojo,
nunca antes habían llegado mis naves a sus bordes prisioneros;
sus voces, antaño cercanas, contaban mi vida a los bufeos descarriados
que ahora huyen y siempre encallan más allá del mar.
En ese entonces yo creía que la distancia era una promesa
consentida por los espíritus del agua, la patria
tantas veces repudiada a cambio de algún incierto lodazal.
No sabía de la aspersión de los astros ni del paso pendular de las mareas:
el mar era un muelle danzante a pico sobre el cielo polvoriento,
la réplica del día,
el nudo anónimo ajustándose a mi cuello
con una corbata de luz y el peso arrojado por la borda
hundiéndome consigo en su ruta iluminada hacia otro sol.
La verdad era salada en mis ojos, las arenas del adiós
en mis labios empollaban el polen que al garete pilotea;
el viaje, el viaje eterno por un instante detenido en el aliento de las tunas
despierta a los sueños con el tumbo de las olas, suerte
arcana donde los vientos dormitan y los sabores se apacientan
cuando en la orilla retozan los cangrejos
y la arena, siempre abierta, cubre y cuartea
el rostro de la aurora.
El viaje, el viaje hacia la sangre empozada en los remansos de la gloria,
tan perdida ya por el capitán intrépido que desde mi pecho otea la otra margen:
el quepis arrugándome la frente, la insignia de huesos calcinados,
el maxilar retraído hacia el cóccix, el sacro pusilánime
de pronto alzado sobre el vómer con perfecta y celestial impudicia,
el fajín en ristre, la cartuchera armada de sopor y embriaguez,
las botas que bollaron con desprecio cuellos y manos de mil mujeres
sorbidas con rabia, ternura y tanto, tanto pavor,
la tierra sosteniendo las plantas de mis pies, ortigas giratorias
tentando suerte en la ruleta de la dicha:
qué fácil trastabillar a cada salto de los números,
qué angostura la de la cifra, qué emoción la del milagro,
qué tormento el de la aguja marcando al cielo
y ver en él la fiel herida.
He inflamado el pecho con gallarda mente,
las dunas marinas se alinean sumisas a cada orden de mi voz,
los pescadores la ignoran y lerdas
desfilan sus lanchas con cansada indiferencia.
Los bronces se yerguen detrás de las zarzas
listos al fin para el gran estruendo,
el agua es gris y en el aire un cúmulo rojo se detiene sobre mi cabeza;
verdes fueron las tierras de mi melancolía,
hoy el polvo las vela y el mar apenas si las resana.
El mundo es rancio y ruin como mi deseo:
llegada está la hora, braman los clarines,
las aves caen del cielo y un telón de sangre se cierne
sobre un sombrío y sonriente capitán.
Lima, enero 1996
www.uchile.cl/facultades/filosofia/publicaciones/cyber/cyber18/crea4b.html
Lloré y gemí al abrir los ojos
por tener que nacer aquí
el que de cerca ha visto
y que ha seguido viendo la fresca superficie interior
de la carne cortada entiende
de qué estoy hablando
Pentti Saarikoski
Es que era el otro frente,
no ése que vi desde la noche pelada
regresando a hurtadillas desde el celo y la blenorragia,
en conjunción me unía a las aspiraciones más insulsas
de los cuerpos resurrectos para el rencor y la mentira,
trastocando todo cuanto más ansiaba
a pesar del pesar, del saber y del sentir
bajo los cartílagos compungidos
que ya no cabían en sí ante la perspectiva
de gargantas más abiertas sobre la sangre irrestricta.
Lo que vi se desdecía al otro lado,
detrás de los corpúsculos zodiacales agitándose convulsamente en la llanura,
otro poco y un poco más como si en la plétora
hubiese espacio para luces nuevas y rotundas, guiños
y guiñapos de verdad inflamando el pecho
en barbarie plena que sólo crece a punta de desidia.
Porque más allá sigue habiendo el escozor de antaño,
el ojo híspido de la nutria
que aguza el glande y que remira
sin decir nonada, entre el azul del fango adverso
y la ceremonia donde el caballo cojo se masturba
galopando la montaña de luz albina que estertora en la mañana;
suave y suyo el pensamiento pendular, esquivo
el vientre aquel donde se entremezclan todos los consejos,
donde las sombras rielan
y donde el espasmo de un ruin destino se aceda.
Pues aunque el cauce surque más arteramente el entrepecho,
no por eso son más próximas sus riberas,
el tajo es mil y el agua vana, surge
el pez en los exabruptos del meandro,
fustigado va y ya sin gloria
sobre el cadáver altivo de un mastuerzo.
Escuchar no es una cosa difícil, se trata apenas
de inclinarse en la tarde sobre la baranda
que da a la mitad de la Tierra
y quedarse ahí quieto, mudo,
con el lapicero entre las piernas
y la lengua de estropajo,
esperando a que caiga la lluvia
sobre las piernas
y aturdirse de a pocos
con sus gotas de espanto y de laurel.
Acaso en la noche llegues
y en mi boca deshojada te reviertas,
rocío en abandono bañando la mitad
de mi día,
a duras penas otro poco y cada vez menos
cuando en la niebla
todo lo que no es uno es otro
y es seco lo que se hizo cero.
Yo que creía en parusías y redenciones,
en aquella voz flamígera que siempre estaba ahí
cuando despertaba:
al instante encendía el cuarto,
la calle, las estaciones,
el reloj que dormitaba al fondo
de esa misma noche
donde estaban repetidas todas las salidas.
Pura torpeza la mía,
con lo sencillo que más bien era
sacar temprano al gato y la basura,
trancar la puerta por delante y por detrás, un par de vueltas
a la llave del engaño
y por fin hundirse en la cama,
el amnios del sueño,
y descender en la barca, al fondo,
hacia la única, la yerma, la sola
felicidad .
Marga, luz del ave
que se abría en mí como lo hacen las fuentes,
un cencerro su lengua que yo retorcía con mis labios
mientras afuera el vendaval de las distancias
asolaba como nunca la hiedra de una historia hecha pedazos.
No la vi como lumbre, ni como aire
ni como parque de aventura donde lo posible
existiese de por sí sin que nadie frescamente lo supiera;
más bien lo suyo era lo otro, el norte
abierto por la retaguardia, el cojo ayer
de mil fracturas estivales, el aliento angosto
que en mí se henchía por las noches
no importando si yo era o si ya no lo era,
todo porque no había más que un par de sienes
derramadas , un no saber dónde crecer
ni a dónde ir ni por qué estar aquí y no allá
en concordia plena y con una chispa de esperanza,
a buen recaudo de todas las dudas,
sin tener que seguir escondido
bajo una mesa despellejándome las manos,
viendo al tránsito de tantos pasos
buscar en vano una salida,
y yo ahí, y tú, Marga, tan escindida de las cosas,
diciendo adiós
sin trasluz y sin mirada,
rostro desnudo y espaldas con ojos
mirándome a mí, que abro un camino,
llorando por mí,
siempre por mí,
ahora que también te veo
y de golpe mi aliento se vuelve
ajeno .
No dirás que te escogí hurgando entre las peñas del destino,
bajo el granito de la noria erigida
en loor de los que hicieron de la sed
su más lograda fama, cuando
mis fauces se abrían al cielo dando y dando dentelladas,
una punzada tardía en el más fiero de mis flancos,
un guiño tremebundo hacia mis dientes, un beso falaz,
un anillo de ortigas
enroscando de buena gana y elevando a las nubes mis escrotos.
Surgiste en mí, mía, como una esfera de tul
traspasada por el tiempo,
y en las manos que sin querer yo llevaba a los bolsillos
reposabas y te extendías
como antaño querían los mares.
Pero no vi el tajo volando por tus párpados,
la urbe de lágrimas
erigida a hachazos a pico sobre el monte,
el roble urdido bajo las olas que doblan por todos,
la luz infecta borboteando
en tus ojos.
Fue entonces que a mí mismo me vi
en pleno canto junto a una estampa en hinojos;
el órgano en llamas era tu voz,
el corno tu aliento de espiral
recogiéndose risueñamente
en torno a mi cuello,
y la callada trompeta
el tácito aullido de mis anclas
que poco a poco declinan y siempre dignas
van ahora al garete.
El pensamiento lógico conduce a la guerra
y a la opresión, dijo Pentti
cuando dije que mi propia guerra era
la lógica de mi opresión.
Lo mismo pensó el tirano cuando ya me disponía
a colgarle de las orejas mis hediondos calcetines,
y dice la gente que todo va bien,
aquí NO hablamos de cómo está la situación,
aquí en Lima, Bogotá y Grozny estamos bien
y mejorando!!!
Y dos niños decoran los pinos
con casquillos de balas
y un par de dólares contritos;
todo es bondad, rezo, palmazos
en el hombro y la pantorrilla
como en los buenos tiempos,
pues estamos trabajando
hasta en el tuétano mismo del deseo,
y el tirano hace mohínes de arrechurra
y en el Congreso
se iza la bandera
en el falo de la patria.
Somos libres
y en la cerviz se posa un pan arrodillado,
y todo es posible
por Dios
por la paz
por la excelencia de existir
en este mundo down y soporífero.
El radio ruge, la pantalla brama,
la postemilla de la prensa salpica
su dulzura y cubre las copas
con la pus de su enramada.
Aquí me planto, yo aquí me enciendo,
arrecia el milenio, tan nefando y
primoroso .
Viva el sol,
viva Vallejo.
Abajo el tirano.
Ea , buen primero!
No, ya no diré la verdad del duelo,
el trago de luz trajinó mis entrañas
y el círculo en mí
es una alambrada que arredra
el paso, el amor,
el canto vil de los espejos,
ascuas en pena, carbúnculos que danzan
de la mano de una sombra
anidada en mi pecho,
sin piedad ni bonanza, un zapato
amordazado en el recodo
de un camino disolviéndose en el rezo,
suelas benditas a las que sorbo de buen grado,
pues ya no hay forma de seguir andando
como lo hacían los elfos
ahora que el retorno cabalga a sus anchas
y aúlla feliz a campo traviesa.
Habráse visto semejante bravío
cuando las copas no beben ya
de las bocas volcadas sobre la hiedra
y un enjambre de dudas
se abalanza sobre mí
ahora que rasgo y remuerdo
el pan de la gracia.
Porque la virtud siempre estuvo al otro lado
del brasero, desprendida y dispersa
a la manera de los granos de viento
que en la infancia en mi rostro se estrellaban,
tan dúctil como era al juego y a las maromas,
un entusiasmo siempre al filo
de una angustia pertinaz.
Cómo así pues volví sobre mis pasos y de esto
me pasé a aquello,
si no había más que hacer,
sólo dejarse evaporar
en el albur de la mañana,
desgajado del miedo tan firmemente
hasta alcanzar la otra copa de luz
que planeaba sobre un arriate
y engullírsela luego de un solo golpe,
a la espera, siempre
a la espera de morir azul
con la verdad atragantada
entre los ojos
y la cornucopia de la vergüenza.
¿ Deberé acaso
atravesar todas las edades
para por fin estar del otro lado?
Los ríos
partieron de aquí hace mucho tiempo,
ni rastro queda
de lo que llamaban el último mar;
un infante pasa
cojeando a mi costado
y con un gesto me indica
que él también se marcha.
Estiro mi mano para detenerlo,
pero a lo mejor
es momento de que yo lo siga;
un camino es un camino
si es que uno lo detiene
y una meta
si es que nunca se termina.
Hoy no he visto las montañas
recostadas contra el horizonte,
también ellas partieron
como la tarde y la perla
engastada en la corteza de un sicomoro.
Había una vez..., sí
era entonces y sin embargo hoy
las cornejas rasgan la tarde
y se precipitan con vuelo inverso
contra la tierra;
de pronto todo parece más temprano
y al soslayo miro atrás por si un golpe
me derriba
antes de que me ponga la cabeza;
con mis ojos busco la intersección
de un paralelo con un meridiano
a la búsqueda de un punto
de refugio;
me doy cuenta de que soy la cruz
de un tiempo voraz que me corona
ahora que tres veces canta el gallo
y me desplomo.
Para festejarme
a mí mismo me mentí
en lo que al fondo de la lógica respecta.
Ya que demás estaba el lugar donde el verbo
responde al improperio de ser y cer-
ebro es lo que aquí arriba a la intemperie se condensa;
basto el crujido de la mente en celo
mientras la tierra resana sus medidas
y en la quebrada la urraca
plañe al fin una carcasa.
Y tantas veces que he dicho cuál, cómo,
dónde y quién
y el porqué ha caído dando torpes tumbos
por la garganta de un anuro;
y yo, al pie de la guadaña,
me he dicho que dejé de ser
cuando alguna vez amé tu voz
sin asco y sin sapiencia, solo en mi brevedad, inflando al tiempo
mi tráquea desdentada, apurando
la lluvia que se filtra por mis poros,
como si en el endocardio
todo fuese sol, arroyos,
trigales de riscos púrpuros
al borde de la nada.
Pero a la postre todo es igual
y ni siquiera la guadaña
me apacienta;
tal vez habrá al otro lado de su hoja
un peldaño de luz
que me atraviese de cabo a lado
y donde con verdad
pueda al fin reposar mi sombra.
El día que supe que mi nacimiento
tuvo que ver con la explosión
de un enjambre de avispas,
el corazón se me puso como piel de gallina
y los astros se amontonaron en el firmamento:
era una huelga estelar
protestando por tan reaccionario
suceso .
Yo no hablo de ello por temor a molestar;
sería de veras riesgoso
con tantos factores desencadenantes.
Selena me ha dicho que en mí
la libertad se encuentra acogotada,
y yo que me sigo retorciendo el cuello
para que mi voz suene gentil y nunca desentone.
Esa mujer tiene sus ideas y yo las mías;
la verdad es que a ella la vi una mañana
lamiéndose los pezones
mientras trataba de recortarse
las uñas de los pies
al compás de un joropo
que se le allegaba desde la guajira;
y cuando a mi vez
quise hacer lo mismo,
una avispa que feliz libaba
de los pechos de Selena
cruzó de un solo trazo
el desierto que se interponía entre nosotros
y , sin pensarlo dos veces,
me atravesó el glande
que yo en esos momentos esmaltaba con mi boca.
Designios de Dios, como le llaman unos,
golpe de suerte, bien le dicen otros.
¿ Quién dijo pues que esta historia no es más que una,
franca y circunspecta, con lo fraternal que son todas las envidias
y con lo caro que son el seso, los trojes de orquídeas,
la prensa sicoanalítica y la adoración a ingentes manadas
de becerros de oro y mantequilla? ¿Quién habló del número primo
y del primo incestuoso, del vergel de olivos sobre el canal de atoro,
de la noche de gala cuando dijiste sí sabiendo que no me querías, del hastío,
de la urbe del miedo, un pan y otro pan, boletos
de amor enano y gazmoñería? No pensarás
que creí en la luz sólo porque ahí estaba, como si
el pelambre de los años no se hubiese desprendido ya
de lo gastado que se veía mi aliento, alergia triple
ante el polvo redimido posándose al interior de los espejos, garrapata
del adiós redoblando calcinante en el pecho, una única espiga
inclinándose por todos, marcador de la memoria de camino a la derrota,
muy de tarde en tarde yo me doy cuenta
de que alguna vez estuve aquí.
Antes de volver a casa
-a dónde, dónde-
me recosté contra un terebinto
y soñé que de pronto moría.
Una niña pernituerta pintaba mis labios
con su sangre
mientras cantaba una copla
que me hacía olvidar el mar.
Un alce rozagante descendió del árbol
como un querubín navideño
y en su cornamenta vi inconmensurables calcetines
rezumando miel y mil regalos.
La niña
hurgó en uno de ellos, extrajo
un paquetito y me lo entregó dándome un abrazo.
Era una clepsidra de esparto que en vez de agua
tenía sangre coagulada;
lo supe porque aunque la agitaba
con todas mis fuerzas
ese rojo negruzco de ningún modo se movía.
En ese magma, por cierto, estaba yo
diluido como en los tiempos en que era sólo un germen,
sin temor ni lágrimas entonces,
un humor sencillo y apaciguado.
Si seré un inicio promisorio, pensé
con la rebanada de mi frente;
tantas aventuras me esperaban
en este bosque que ahora me parece umbrío;
tantos goces,
suplicios
y fragores,
como cuando voy al trabajo
cada mañana.
Y no porque ahora ya no me encuentre empotrado en un mapa,
calcomanía de una esperanza que sólo respira
cuando las babas de un coleccionista la contemplan;
lo digo más bien por el marfil
en la mirada de Fernanda, sumergida como por encanto
en un mar de azufre y galimatías;
lo que le dije no lo recuerdo -pues cómo recordar lo importante
sin riesgo de estropearlo todo cada vez que hay que recordar-
apenas si fue un rumor, un vaho pusilánime,
un esbozo de arresto, un no poder
despestañando concienzudamente cada uno de mis párpados,
y yo sin saber a qué atenerme, mirándola a hurtadillas por el qué dirán,
temblando de impaciencia ante lo más fuerte, royéndome el mentón
a la espera del aliento, de un favor, de un bostezo...
Pero nada; ahí quedó ella, prendada de sí misma,
plena de estupor por lo que consideraba la acción buena del día;
tan fácil que habría sido posar la mano
sobre mi peine lacerado y acariciarme de paso el lapicero.
Ya no la hallé como lucía antaño:
el labio enhiesto montando los dientes de la aurora,
los muslos de alcurnia bajo el pernil endomingado, el escorzo
de sus manos, nada clementes, alzadas al vuelo
de una oración perdida para toda esperanza,
las mismas manos que rodrigaban mis insomnios,
vaciados los ojos en las horas alternas
que a duras penas en ellos se incrustan para sostener el día.
Tanto y tanto que pugné por desistir de sus favores:
era ella la del pendón erigido ante la tierra fragosa,
gonfalonera del ayer que arrastraba mis pasos
tras huellas imposibles con destino a la pesadilla y al azar,
y eso que por escrúpulo desestimé la fuga
como solución airosa y pasajera;
no había tiempo ya para el ridículo de inveteradas situaciones,
ni ganas de no estar allí ni ser de cualquier forma
ni volver a estar en ningún lado;
sólo supe resistir hasta el final:
con dos dedos en los pies y la corva en la cabeza,
di por bien servido mi destino, me enrosqué
de vuelta en mi caparazón de otoño
y ahí esperé -no mucho en realidad- hasta que
un domingo de casta unción arzobispal
las lloradas nalgas de Fernanda me cayeron encima como un tortazo
para hacer de mí una mezcla de trueno, luz, nuez moscada, saliva al natural.
Fernanda habla de su vida
y yo desvío la mirada,
sus ojos han encontrado el sendero
que lleva al lago helado
donde en las noches de furia
exultantes nos sumergíamos;
una vez más me quita el reloj
y yo el suyo:
cómo nacíamos una y otra vez
sin tiempo que nos importase;
sólo un mandril de cola dorada
nos espía con rabia desde su jaula de pastel.
El tirano ha vuelto y ya nadie sabe
dónde y cómo emprender el gran escape;
en la panza del lago hay un bagre soñando con anguilas
y en la lengua de Fernanda
un abedul florece
sin que nada ni nadie pueda abreviar mi sed.
De nuevo estoy solo
en una cuna de cristal
y el tictac de mi tráquea me adormece.
La noche da un respingo
cuando el tirano se me acerca de puntillas.
Todo está bien,
nunca más cierto,
y más aún cuando lo veo
sumergirse con Fernanda
en ese sueño
que habita mi lago.
Porque en el gusto de la yema está el placer de sólo hablar
de lo que menos nos importa,
como si el olfato se resarciese con lo exhalado a medias
y el muerto oteara su tumba desde el fondo de un florero;
y no es que haya al respecto otros considerandos
ni tampoco prólogos bien surtidos ni conclusiones programáticas,
pues lo que en apariencia aquí se discute
es si en verdad este frente era el otro, el de enfrente,
o era más bien el de más allá que por momentos,
o mejor dicho con cada vez mayor frecuencia,
se nos cuela entre las piernas y va ascendiendo
cual sebosa boa hasta el cuello
para terminar empollándonos la boca
con el huevo integérrimo del paraíso, el mismo que va surcando
primero el cardias y luego el píloro, antes la campanilla, al final el juanete,
siempre en trance de no ser de nadie ni ser de todos,
como la canción de Dios endilgada en las primicias,
un santo cocotero, una piedra baldía, un sexo angular,
el cogollo del vacío columpiándose al compás de los espejos,
todo ternura en esta noche
cuando una y otra vez yo me digo
no es nada, tan sólo un gesto, un solo gesto, la nada sola.
Un ciego me ama
y está a la puerta de la iglesia
con su alcancía de luz
y la mirada hecha un nudo
de mundo sin mañana.
Es el futuro que brilla sin temores
oscurecido apenas por el desierto empozado
en mis ojos.
Tener es perder, me dijo
Drummond el día que dejó Itabira
para siempre,
y yo que llevaba mi casa en los bolsillos
y a una mujer dormida
a mis espaldas.
Y dijo también que el amor estaba en otra parte,
ahí donde las muchedumbres palidecen
cuando de pronto saben
que en el perjurio y el afán
ya nadie puede entender nada
ni levantar siquiera la cabeza.
Pero dijo además
que el amor y la distancia son iguales,
es colocar un vacío estelar
entre las partes, no poseer,
estar ahí, plantado, bajo la campana
de una iglesia, tan sólo oír
una moneda cayendo
sorda
en tu alcancía.
Pero apenas un pestañeo y de pronto todo es principio;
el sentido pionero de lo eterno avanza a tientas sobre sus años
ante el aliento atónito de mil termitas;
el infortunio taladra el aire y el cuarto menguante
se muere ya a pedazos, vigas de otra historia
a la espera del colapso como en tiempos
de clepsidras desaguadas o de sanguaza aliñada con laurel.
Con cuál de mis pies
daré el próximo paso,
tal parece que fracasaré en el intento
si no me corro,
si no me arrastro,
si no me mezo en el columpio
de sombra que ya desciende
para arrastrarme con su marea;
con cuál de mis manos
contaré el infinito y señalaré
la verdad de cabellos veleidosos;
con cuál de mis dientes
trituraré el hilo de lata
de donde penden mi sonrisa
y la lengua erecta
de mi zapato.
Yo que querría estar siempre
del otro lado
aunque no hubiese sol,
mar , pan de verdura
en esta tierra, yo
que creí saber cuál era la trama
de las cosas,
el mismo yo a quien ningún yo
le queda a la medida.
Lo que he dicho lo dije porque sí,
no está en mí hacerme menos de lo que soy,
si bien hay momentos en que las mañanas exasperan el cogote,
lo expolian a su antojo, lo expectoran como flema maldita
ante la vista y paciencia de algún suicida presumido;
y eso que a fuer de golpes, purgas y contracciones
he aprendido a prever la pesadilla, pues uno soy
en singular cuando el vértigo se desboca, ante Breton
no perdería jamás la compostura
y de Pound Dios me libre del desdoro.
Luces vi en el talud de la memoria,
dulcemente resbalé por su pringosa superficie
arrellanado a mi solaz al encuentro de amores materiales;
fútil la angustia a prueba de melancolías,
pues no estaba en mí, ya lo dije, hacerme menos de lo que soy.
Alrededor de la casa coloco los cuatro
puntos cardinales
y en el centro
un esternón de ovino para la buena suerte;
con el cabello de Fernanda los uno a todos
y por fin los ato a mi garganta.
Algún poema saldrá
de esta frente donde
ya no habita la mesura
mientras allá
los vientos terminan por borrar la última frontera.
Ella camina haciendo equilibrio
en el hilo de las vallas y nadie ve
que el tirano ha surgido por el mismo bosque
donde antaño se ennegrecía.
Fernanda baila y canta al compás de mis miradas,
ahora esta casa es estrecha
como para desembarazarse del nuevo dueño.
Un mirlo albino se ha posado en el hombro
de mi niña;
sus alas son de hielo y con su pico
de aluminio canta al simún
una loa para esta tarde comercial.
Todo está aquí
y nadie pierde ni nadie gana,
o tal vez el tirano que
de un solo tiro hiende
ese pico de pata y
esa lindura que ahora
cae
y no me mira.
Las comarcas del verano reseco
se han instalado en la corteza del mediodía; por la noche
los grillos de las plazas
hablarán de la luna así como los niños
lo hacen de las parteras.
Un libro entre las manos es un absurdo congruente;
alguien tendrá que pagar por los días
que en él se han desperdiciado,
al menos así lo cree mi mujer
que furiosa me espera detrás de la puerta;
no me lo ha dicho pero recuerdo eso de que
la mujer que duerme sola sabe bien
que el verano es una región fría.
Todos los días lo mismo y nada
sucede al otro lado de la gloria; a solas escribo todo el año
sobre la convexidad de mi espalda
y al final lo único que leo es la palabra muerte.
Si habrá al menos una sección canicular
en este mercado donde el frío es un éxito de ventas,
en este mundo comercial donde
la piel humana vale tanto como
la de un cangrejo,
en esta luz tan pulcra y vacía
que sin piedad se precipita contra el mundo
y lo va cortando en rodajas.
Tan pronto como
despierta mi ojo,
presuroso te busca entre mis pies,
en las ortigas que de pronto florecen
en la otra margen de mi seso.
Un fogonazo de aire enciende
la noria disolviendo mis párpados
que a cuentagotas se desploman.
¿ Es que partí ya sin darme cuenta
de que la distancia era un grito
asido apenas a la enramada o de
que estuviste aquí como si fueras
un certero atajo?
Me repantigo en el sillón de ozono
para fumar y de las volutas de mi pipa
nace una mano de cuatro dedos:
uno apunta al cuervo que desde la cabecera
de mi cama me extirpa los ojos
cuando me duermo;
el otro señala el muelle
donde un bote en llamas, que es
una mujer, es mi mujer
hundiéndose acoderada
a algún perverso sueño; el tercero
se va elevando en la espiral del éter
y de pronto cae en picada
atravesando el tiempo
hecho de pruritos
y de unas cuantas horas.
Y cuando el último gira hacia mí
de forma culpable
y empieza a avanzar
sin pena ni gloria,
entonces me incorporo, lo dejo
todo y me digo que acaso debería
dejar de fumar.
Esta tierra ya no es mía
ni este humor de carne rancia
que se desliza bajo la puerta,
ni esa mujer del otro lado que a veces viene
con un café en la mano
como si fuese la llave viva de un amargo secreto.
Otra vez el órgano tronándome en el seso,
un saxofón que ahora agoniza
y yo sin verlo en supina llaga.
¿ Dónde, por tu dios y el que fuera mío, dónde
la fuente esquiva, los malos
pasos , aquella gracia
que ya no veo
y que se va rodando con mi cabeza?
Y hoy no ha habido nadie a quien
pueda dar la mano; los sucesos
se han producido de tal manera
que ya es difícil saber si es un órgano el que ingresa
a rastras por la ventana o si es el aire
el que pide a gritos que se le perdone.
Me pongo a contar los días desde que
decidí dejar atrás el destino
que me había sido impuesto, pero
por los periódicos
ahora sé que la muerte es lo único que me sostiene.
Dos niños conversan dentro de un círculo
de greda que han trazado con sus dientes;
hablan del país, del número creciente de accidentes
ferroviarios , de la bolsa de valores en la que a toda costa
habría que treparse si se quiere saber en carne propia
lo que es una Montaña Rusa;
los escucho decir que al tirano, en sus ratos de ocio,
le encanta Bach con un poco de Schönberg
y que por las noches lee a Cisneros
tomándose un mate de zarzaparrilla.
No estamos tan mal, después de todo, concluye uno
cuando el otro replica que las inundaciones -que ya cobraron
miles de muertos- son definitivamente todo un problema
para sus barcos de papel;
el mundo ya no es el de antes:
han corregido las tablas de sumar
y de restar porque se han dado cuenta
de que los números siempre estuvieron equivocados;
no hay que permitir que los doctores
nos huaqueen los cuerpos
en nuestras narices;
un sindicato de enfermos terminales debe ser
nuestro objetivo más perentorio.
La economía es un juego de azar
donde gana quien menos tiene
y será tan fácil saber quién es en verdad
nuestro padre si jugamos a la ruleta.
Los tiempos ya no están como para
darnos esos lujos; la sociedad
es un juguete que a Papa Noel se le ha caído
de las manos. Un poco más de consideración, exigía
César, que pronto será tarde
si no es ya temprano como para borrar
de un solo soplo este círculo
de miedo y arrasar con todo.
La pulcritud de mis desvelos, el agua antigua
rasgándome la frente, el ostensorio que mis abuelos
turulatos contemplaban en el pétreo sol crujiendo en la floresta,
soplos de bondad en aquella alberca con paltos y manzanos:
una dama azul en el agua se retuerce,
un disfuerzo siempre será un disfuerzo: ya la tengo
arrinconada entre mis manos, un pezón me hinca un ojo,
el otro dice no y me salta por un hombro, cubro su testuz
con el negro aliento matinal,
(soy el estibador celta que más carga y más aprieta);
álgido el ombligo, áspero el aliento, gárrulas las cuerdas,
muslos libertinos anudados al trocánter con buen gusto y con primor;
todo muestra y todo niega: un deseo
desollado en el rocío, luz de sal,
sabanas de epidermis,
un aullido ahogándose en el río.
El último día vi
un nombre inscrito
en la corteza de un guijarro; medía apenas
lo que dura un bostezo al despertarse.
Madre pensaba que era bueno llamarse como
la lluvia en tiempos de sequía,
nunca se sabe si serás un aluvión.
Qué santo remedio si al final uno
está aquí y no allá
y es verdad eso de que todo es igual
y nunca cierto; lo dije entonces
cuando era posible un retorno digno
a nuestros males, un paso en falso
con visos de infinito.
El error es la fuente de toda ciencia, primer
motor anclado en la memoria
de un ojo aristotélico que ya no llora,
que sólo espera al ave fiel
para que en picada lo enceguezca.
Nada nuevo, pues, tan tarde esta mañana;
otra vez la brecha, el doble
círculo del deseo, aquel pozo indiviso en la pendiente
que ya no se entrega
y tampoco se marcha.
Lima-Quito-Bogotá-Quito-Lima
agosto-diciembre de 1999